Los roqueros van al infierno


Sonaba de fondo los acordes de Barón Rojo “Todos los roqueros van al infierno”, y ellos, como todos los días, estaban allí, acoplados, en el mismo lugar de siempre. No se cansaban. El rock nunca podrá ser una rutina, comentaba uno. El otro, criatura de pocas palabras, asentía con la cabeza.

“Se hace comentar a las gentes del lugar, los roqueros no son buenos…”, decía la canción, oída por enésima vez. Y allí los dos con los ojos abstraídos, mirando pero no viendo. Callados. Mejor cerrar el pico que decir tonterías ¿no?.

Tiene cojones –por fin arrancó el más orador-, algunas letras de canciones se empeñan en machacarnos mientras la mayoría pulula por ahí con su aureola de pijerío barato, el sustituto de pachuli a cuestas y disfrazados de fofito.

A mí me la sopla, respondía el compañero no sin esfuerzo. Ca uno es ca uno con sus caunás.

La mañana se prometía insípida, como otras tantas, hasta que algo inaudito sucedió. Como una aparición mariánica, surgió casi de la nada una nueva alma desconocida en el lugar. Su aspecto parecía algo provocador, el azul negruzco de la espalda contrastaba con una vestimenta completamente roja, ciertamente llamativa.

- Y tú ¿de dónde has salido?
- Soy un roquero rojo ¿sabes?
- Ah, comunista. Mi colega y yo pasamos de la política como de la mierda, así que tú sabrás qué pintas aquí.
- No, no es eso.
- Entonces a qué viene la vacilada, bolchevique de los cojones.
- Te digo que no tiene nada que ver con ideales ni nada por el estilo. Que soy un roquero rojo, digo, sólo eso. ¿Y vosotros?
- Nosotros ¿no lo ves?, que pareces un pardillo. Nosotros somos un par de solitarios.
- Vale. Bye.
- Agur