A por el roquero rojo

- Parece que hoy no nos vamos a mover de aquí.
- Sí, hace frío, por fin. Estoy ya un poco harto del calor. Con tanta temperatura se me calientan los huevos, y a mi mujer no le gusta.
- ¿El calor o que se te calienten los huevos?
- No, los huevos.
- ¿Delicada, no?
- Tiene razón. El año pasado fue excesivo, y al final la cosa no funcionó.
- Entiendo. Mira allá abajo, humanos andando, con el frío que hace.
- Ni caso, vamos a seguir durmiendo.

Con el transcurso de la mañana, el viento cesó, la niebla se esfumó y las nubes comenzaron a desaparecer. Los rayos de sol pasaron en un santiamén de lo agradable a lo odioso. Y el calor llegó.

- Mierda, mis huevos.
- No te agobies, vamos a volar un poco. Mira, allí vienen de nuevo los humanos.
- Se han parado. Parece que nos miran.
- Seguro que es Floren, que se ha traído a varios amigos. Viene todos los años. Voy a saludarlos.

El roquero levantó el vuelo encima del cortado calizo para a continuación dejarse caer suspendido. El revuelo no se hizo esperar entre el grupo de portadores de prismáticos.

- Voy a censarlos. Uno, dos, tres… cinco machos y tres hembras.
- Perdona. Cuatro machos adultos, un joven y tres hembras.

- Parece que se han cansado de observarnos. Ahora están mirando a esa engreída de la collalba rubia.
- ¡Tiene huevos!
- ¿Quién?
- Mi nido. Me voy volando que se calientan.



[Observadores observados... y censados]