Un mirlo en la ciudad

Aquel era un día de hielo y nieve. Tal vez por ello se encontraba muy desorientado. Así que para evitar la amenaza de la inminente congelación decidió volar en dirección que sea lo que dios quiera. Sorteó valles y montañas en tiempo récord. Pero la temperatura seguía bajando varios grados bajo cero. Nunca había conocido tanta gelidez con tan premeditada traición.

Con el vuelo consiguió, por fin, entrar en calor al tiempo que pudo observar, algo más cerca del infinito, una ciudad. Entre el temor prudente y la curiosidad que le podía, decidió acercarse para ver de cerca el desconocido paisaje al que se enfrentaba. Voló por calles, edificios, jardines, chimeneas, coches, fábricas, hasta llegar a un pequeño río que parecía ajeno a tanta voracidad y locura.

Allí paró al fin a descansar. Era un buen momento para tratar de asimilar todo lo que había visto, lo que estaba viendo. En todo el viaje apenas se había cruzado con animal alguno, salvo en el lugar donde estaba ahora. En los árboles que crecían al amparo de aquel hilo de agua vivían aves por él conocidas: ruiseñores, mosquiteros, gorriones, carboneros y verdecillos. Ningún congénere a la vista. Es normal, pensó, no me imagino a ninguno de los míos soportando tanta estridencia.

Envalentonado y tal vez animado por el menor rigor del clima, decidió pasar allí algunos días. Hizo amistad con la mayoría de las formas aladas con las que convivía. El alimento era abundante y por el momento no había advertido la presencia de enemigo alguno. Paradójica situación, demasiada tranquilidad en un lugar inmerso en una plúmbea urbe.

Incluso se atrevió a indagar entre los jardines de la ciudad. Eso sí, amedrentado por coches y personas. Aquel día de excursión casi pierde la voz, su costumbre de chillar al apercibir la presencia de un posible peligro le llevó a estar todo el día vociferando. Además, para qué, ninguno de los suyos estaba allí para agradecérselo. Así que decidió cerrar el pico, de esta manera también podía pasar más inadvertido.

Desde ese día, el mirlo común convive entre nosotros. Algunos, los más valientes, siguieron sus pasos. Dejaron atrás el bosque y el matorral serrano para seguir los consejos del avezado ejemplar, tan agradecido y confiado que ya llega a compartir los frutos secos con los paseantes dominicales.

Dibujo: vertebradosibericos.org

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