Un cuento de navidad
Eran tres
los reyes sin reino que, según cuenta la leyenda, se dirigieron hacia la ciudad
inexistente de Belén, tal vez guiados por el cometa Halley o por cualquier otro
astro. Melchor, el del oro, era rico, claro está, y llevaba varios años
estudiando la migración de las cigüeñas blancas. Gaspar, que gustaba de echarle
incienso al brasero, tenía una obsesión particular por las grullas. Y Baltasar,
el de oscuro ánimo, tenía el honor de ser el primer botánico que descubrió las
bondades del pino resinero, no por su madera sino por su capacidad de generar
esa especie de goma que él llamo mirra.
Sí,
querido lector, lo ha adivinado, los tres magos de oriente eran biólogos, dos de ellos pajareros para más señas, y
los tres, además, aficionados al mundo de los astros. Quizá por su erudición se
conocían como magos entre el resto de su
inculto pueblo, más pendiente de profecías y otras elucubraciones que de
revelarse contra la tiranía gubernamental. En efecto, eran unos adelantados a su
época y la historia así se lo ha reconocido, aunque de una manera un poco
tergiversada.
Como cada
diciembre, los tres amigos emprendieron su viaje anual para estudiar la
migración de grullas y cigüeñas. Melchor, el mecenas, había dispuesto de varios
camellos para el transporte de personas y utensilios. Años atrás lo intentaron
con caballos, pero no aguantaban bien la travesía por el desierto. Pero tan
jorobados ungulados resultaron excesivamente lentos como para hacer un
seguimiento decente del movimiento de las aves, bastante más diligentes. Y perdieron
la pista.
En su recorrido, ese año
tampoco pasaron de la misma venta, su habitual lugar de destino, a la que
llegaban abatidos. Los tres se prometieron que aquella iba a ser la última vez.
Pero el azar los llevó a la celebridad.
La noche
del 24 de diciembre decidió Gaspar salir de la posada para refrescar su conato
de embriaguez; hacía mucho frío, y decidió estirar las piernas hasta el establo
más cercano para, de paso, aliviar los excesos líquidos. “Por todos los astros
¿pero qué es esto?”. Una grulla había quedado descolgada del grupo, y agotada,
permanecía en lo alto del chambao de madera. Al borroso ornitólogo se le antojó
aquello como una revelación: “vamos por el buen camino”, se dijo.
Con la emoción,
ni siquiera había reparado en que allí, oculta entre los montones de paja, una
mujer acababa de dar a luz. Fue Baltasar quien la descubrió minutos más tarde,
cuando él y su compañero de jarras salieron a confirmar el registro
ornitológico. Como pudieron, ayudaron a la parturienta y al bebé: algo
de ropa para ambos, leche de oveja que compraron a los pastores, unas cuantas
monedas de oro para poder hacer frente a las exigencias pecuniarias del
posadero, incienso para evitar el desagradable olor del establo, y mirra para
que el carpintero pudiera reconstruir el carro y continuar con la marcha.
Pero ni
rastros del padre.
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Imagen tomada de la web fiestasycumples.com |
¡Feliz invierno (navidad incluida)!