Uno de charranes
Mira, allí están otra
vez. Nos buscan. Agáchate que no te vean. A veces me dan miedo, lo reconozco,
no sé qué quieren de nosotros. Llegan en sus coches, se sientan en el chiringuito,
se saludan, hablan y toman plácidamente acomodo en el bar para tomarse un
refrigerio. De sus mochilas sacan libros y varios artefactos que utilizan para
destrozar nuestra intimidad. Me mosquea especialmente ese que se apoya en
varias patas y que parece un rifle. No sé si lo es realmente, nunca nos han
disparado, pero me apuntan, y lo noto.
Percibo su indiscreta
mirada, a veces me quedo mirándolos fijamente a ver si ellos tienen la misma
sensación, pero no estoy mucho tiempo. No quiero arriesgarme, quién sabe, en
cualquier momento pueden darme un susto definitivo. Así son los humanos. El
otro día me contó mi primo, el patinegro, que mataron a su colega cuando venían
por la costa; se pararon a descansar en una laguna y un salvaje le pegó un tiro
junto a otras tantas tórtolas. Comprenderás que no se ha recuperado de la conmoción,
por eso no se quiere mover de aquellas salinas, dice que allí se siente seguro.
Llega más gente ¡cuidado!.
Ahora hay cuatro. Ayer vinieron solo dos, ya los conozco porque vienen mucho a
vernos. He de reconocer que les estoy cogiendo cariño; hace un par de días me
atreví a acercarme. Con decisión levanté el vuelo y me dirigí hacia la otra
orilla a ras de agua; estaba la marea subiendo. Al llegar junto a sus figuras
hice un quiebro con la habilidad suficiente como para quedarme con sus caras. Se
emocionaron, lo noté. ¡Un rosado, un rosado! exclamaban con felicidad.
Miré a mi alrededor y
no había nada rosa. Es muy rara esta gente.
[Desembocadura del río San Pedro, Parque Natural Bahía de Cádiz, un buen enclave para la observación de charranes] |
Charrán rosado: 277