La calandria de no quería calandriar
Nació diferente. Fue el último en eclosionar de los seis huevos que tuvo su mamá. Aquel fue un año de lluvias frecuentes y solecito agradable, lo ideal para el crecimiento de plantas y de animalillos apetitosos para estos cantores de la estepa. Le llevó lo suyo romper la dura cáscara oval, tanto que su madre casi lo daba por perdido, pero en el último momento lo consiguió. Sus progenitores habían tomado la decisión de llevarse ese huevo muy lejos del nido, así que se puede decir que, a pesar de todo, nació con suerte.
El ambiente familiar en el que creció no resultó ser precisamente ideal, ni siquiera cómodo. Sus hermanos, siempre más fuertes y grandes que él, apenas le echaban cuentas; sólo se acordaban del pequeño cuando había que derivar la culpa de alguna trastada.
-¡Mamá, el chico que se ha comido mi lombriz!, le acusaba siempre el mayor de los seis.
Por supuesto, siempre era mentira, a pesar de lo cual los padres acababan castigando al descendiente más canijo. Y lo hacían con lo que más le dolía: caminar por las llanuras para conocer al vecindario.
Así transcurrieron los cortos días de juventud hasta que no tuvo más remedio que emanciparse. En realidad estaba deseándolo, aunque con un pánico disimulado que en absoluto quería manifestar ante la cohorte familiar que le había tocado.
Al fin respiró aire fresco. La férrea educación de sus progenitores y la relación nada fraternal que había tenido en su primer año de existencia, marcó irremediablemente su vida. El contacto cada vez más frecuente con otras calandrias confirmó lo que venía experimentando de un tiempo a esta parte, se sentía diferente a las demás.
La llamada de su primera primavera nunca le llegó. Desde lo alto de un poste de granito observaba cómo sus amigos de infancia levantaban el vuelo hasta una altura para él desconocida, al tiempo que cantaban con cierta provocación, en ocasiones correspondida por otras calandrias. Exagerados picados los combinaban con momentos de cernido, enseñando las oscuras y largas alas que dejan aparecer una fina línea blanca en el borde, muy atractiva. Esa forma tan particular de calandriar era el ritual heredado de sus antepasados, que conducía siempre a perpetuar el linaje que vivía las praderas esteparias.
A él le resultaba muy divertido, pero poco más. Confiaba en que su segunda primavera fuera al fin definitiva, pero tampoco cumplió con sus expectativas. No experimentó nada y ya empezó a sentirse molesto, sobre todo cuando el grupo de compañeros con los que había pasado el invierno comenzó a increparle. Ese fue el día en el que sospechó ser diferente al resto de las calandrias de las llanuras en las que vivía. Así que no tuvo una salida más digna que migrar de allí, irse sin rumbo conocido a la búsqueda de un lugar donde sus conespecíficos fueran más respetuosos y acogedores, también más iguales.
La vida le había estado dando la espalda inmerecidamente, pero por fin apareció su día. Todo el mundo tiene su momento y a él le había llegado. En un inmenso secarral lleno de pequeñas piedras y muchas ovejas se topó con una bandada de calandrias que tenían una forma de moverse muy parecida a la suya.
Aún era invierno y con impaciencia ansiaba la llegada de la primavera. Quería ver dónde le conduciría su instinto, pero sobre todo esperaba ver el comportamiento de los demás miembros de su nuevo clan. Con el discurrir de los días, sin que el tedio hiciera su aparición, llegó su tercer marzo. Las calandrias vecinas no paraban de calandriar, con conspicuos cantos y vuelos que llevaban las parejitas a un reservado, donde muy cerca concluían sus roces con la construcción de un nido en pleno suelo. Sin embargo, su grupo permanecía ajeno a tanto trajín.
Los pechos negros realzaban las bellas figuras de toda la banda, que sólo pretendía seguir con la diversión. Tan particulares ejemplares vivían en un asueto constante dentro de su pequeño paraíso, un calandrial donde las calandrias no querían calandriar.
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