El trauma de los capiblancos
Torcuato tenía un trauma. Así, como suena, con cacofonía y todo. Para
qué ocultarlo más. No podía ver nada que fuera rectilíneo y mucho menos
zigzagueante. Le aterrorizaba.
De pequeño saltó del nido a una edad muy temprana; aún no había emplumado
su cuerpo cuando algo lo impulsó a tirarse al suelo. Con el tiempo descubrió
que se trataba de una simple cuestión de genes; todos los mirlos capiblancos
hacían lo mismo desde que existían como especie.
Cayó debajo del majuelo en el que sus padres tuvieron a bien construir
tan particular paritorio, y allí empezó a buscarse la vida, alimentándose de
pequeños animalillos y de algún que otro fruto. Sentía predilección por las
lombrices; descubrirlas bajo el subsuelo y merendárselas era su actividad
favorita.
Hasta que un día se encontró con una de enormes dimensiones, jamás
registrada antes por sus retinas; se trataba, en realidad, de una joven culebra de
herradura, agresiva como todas ellas, que, sin pensárselo, lo agarró por el
cuello con saña.
Los atentos padres acudieron de inmediato al desesperante chillido de
Torcuato, que permaneció inmóvil durante varias horas. En ese tiempo pudo ver
la luz al final del túnel y recrearse con los mejores momentos de su vida. Los
pocos que da tener 11 días de edad.