Ni collalba ni rubia
Enante
siempre se creyó un machote de pluma en pecho. Lo de pluma siempre le mosqueó,
pero no podía hacer nada. Realmente lo que le molestaba era su pertenencia al
reino de las collalbas rubias. Sí, collalbas y no collalbos. Así que por muy
viril que se sintiera, y él se encargaba de demostrarlo a la más mínima
oportunidad, nunca dejaría de ser una collalba.
Acabado
el trabajoso periodo de cría de polluelos, ya en las puertas del otoño, Enante
y los suyos aguardaban la llegada de sus parientes del norte. Fatigadas, tras una
tunda de cientos de kilómetros, numerosas collalbas siempre paran para descansar
durante algunos días en las llanuras esteparias de aquel trozo de tierra, mitad
andaluza, mitad extremeña. Su septentrional origen no pueden disimularlo; su perfecta pronunciación de ces y zetas contrastan con el
seseo local, arraigado con el paso del tiempo.
Enante
siempre aprovechaba esos momentos para reunir a los suyos y debatir la
posibilidad de cambiarse el nombre. ¡¡Collalbas grises, rubias, negras, joder
que todos parecemos señoritas!!, se dirigía a la plebe con su voz varonil.
Debatieron, sí, al menos consiguió que recapacitaran. Y se estudió su
propuesta.
El
consejo de sabios, digo, sabias, apuradas por la imperiosa necesidad de migrar,
se apresuró en su dictamen, y al quinto día llegó a un acuerdo unánime.
Dejaremos de llamarnos collalbas, sentenciaron, a partir de hoy nos conocerán
simplemente por las rubias.
Enante
fue linchado al instante por todos los presentes que, como él, hacían gala de
su masculinidad.
Dibujo de Juan Varela tomado de internet |