El de la cola roja
Nuestra ciudad se está volviendo en las últimas semanas
un poquito más roja. Afortunadamente, añado. Un paseo en condiciones, y no con
la abstracción visual a la que estamos acostumbrados cuando nos desplazamos
intracity, aliñado con cierta motivación a la observación, nos descubrirá, sin
duda, a los otros. Y no hablo de
fantasmagóricos espectros sino de conciudadanos de orgullosa pluma.
No todo son palomas, las más de las veces repudiadas por
el gentío. Estas ratas con alas, como he llegado a oír y leer, conviven con
cada vez más gente de su calaña. A los cernícalos, grajillas, gorriones,
vencejos y aviones, hay que unir ahora a los colirrojos tizones, que empiezan a
visitarnos allá por el mes de octubre. Parece que se van quedando cada vez más
entre nosotros para pasar los meses más gélidos. Así que no es de extrañar ver
en los roquedos eclesiásticos a estos
inquietantes pajarillos, con su inconfundible tic nervioso en el pataje.
Colirrojos y colirrojas (que no se diga) alegran nuestros
paseos por la urbe, lástima que al común de la muchedumbre pasen desapercibidos
unos y otras. No saben lo que se pierden.