Turismo antropológico
Carly era un autillo al que le gustaba mucho viajar. La crisis también aquejaba al mundo alado y llevaba varios meses en paro junto con no pocos congéneres nocturnos y diurnos. El ocio obligado es nefasto para la psique. Estaba harto de ser objeto de las miradas fotográficas de aficionados al teleobjetivo, y de haberse convertido en el centro de atención del turista ornitológico. Así que una noche en la que no atizaba a trincar bocado alguno, no hacía más que darle vueltas a la idea de abandonar el terruño para buscarse la vida en otros lugares. Sus padres y abuelos le habían contado la recurrente historia de las migraciones que hacían cuando jóvenes, de aquí hasta África para pasar el invierno, y de vuelta, otra vez, para pringarse en la ardua tarea de la crianza.
En la somnolienta oscuridad de aquella noche vio la luz: por qué no llevar a otros pájaros a observar el mundo de los humanos. La mayoría de las aves tienen un pánico espantoso a tan particulares bichos de dos patas, pero Carly los conocía bien y sabía hasta donde podía llegar. No parecía difícil reunir a un grupo de emplumados turistas y guiarlos durante un fin de semana por la ciudad por un módico precio. Desde cualquier atalaya urbana se puede espiar a los hombres y mujeres que deambulan mecánicamente de un sitio a otro. Nadie iba a reparar en ellos. Carly sabía que los humanos caminan como autómatas, sin mirar nunca hacia arriba, obviando el paisaje de balcones, pérgolas y espadañas.
Había inventado el turismo antropológico.