La estirpe de la cogujada
Trató
de esquivar al camión, pero falleció al instante. Esta vez no pudo ser. Lérida
tenía ya un año y medio, y en su vida jamás había conocido otro lugar. Aquel
trozo de autovía lo fue todo para ella. La osadía de sus padres le llevó a
nacer en una insólita mediana, protegida por achispadas adelfas y siempre
amenizada por el rugir bárbaro de los motores. Aquel era, probablemente, el sitio
más desagradable para nacer.
Pero
Lérida era feliz allí, sí, tal vez porque no tenía mundo corrido, o por la
excelente relación que siempre tuvo con sus amigos de asfalto. Los gorriones la
ayudaban cuando lo necesitaba y los erizos, bueno, a los erizos nunca le daba
tiempo a conocerlos.
Un
día le llegó, casi a traición, el revuelo hormonal que provee la adolescencia,
y con ella, la crisis de identidad. Jamás había visto otro pájaro siquiera
parecido a ella y, de repente, sin saber por qué, necesitaba encontrar alguno. ¿Espero
o me voy a buscarlo? En esta disquisición estaba cuando el claxon de un camión
enorme la devolvió a la realidad. Se asustó, voló impulsivamente y se acabaron
las dudas.
Lérida
fue la última cogujada de una osada estirpe familiar.