Una aventura asturiana
La
paz de la noche sirvió para reconfortar el espíritu y recomponer el cuerpo. El
viaje había sido muy largo, y al instante de tomar posesión de nuestro efímero hogar,
los organismos se desplomaron. A la mañana siguiente un infrecuente sol se coló
por la rendija de la ventana. No había tiempo que perder, fuera aguardaban no
pocos pájaros esperando ser anotados en los cuadernos de campo. Y mientras, el frescor de
la sierra entró casi sin darnos cuenta a purificar los pulmones, acaso vencidos
por los humos invisibles de la urbe.
Buenos
días, caballero, me dijo una voz poco varonil. Miré hacia abajo y no había nada,
me incorporé en la ventana suspendiendo medio cuerpo: a mi derecha nadie, y a la
izquierda tan sólo aparecía la cubierta del vecino. No le di importancia alguna.
La excitación me llevó a colocarme ya, con pijama y todo, los prismáticos para echar la primera ojeada del día al desconocido paisaje asturiano. Al fondo, un par de cornejas se gritaban y un tempranero alimoche volaba a ras de los tejados.
La excitación me llevó a colocarme ya, con pijama y todo, los prismáticos para echar la primera ojeada del día al desconocido paisaje asturiano. Al fondo, un par de cornejas se gritaban y un tempranero alimoche volaba a ras de los tejados.
Buenos
días, señor, insistió la voz, pero ningún sujeto se hacía responsable de la
misma. Miré, esta vez con mayor atención, y sólo observé un colirrojo real en
el tejado colindante. Me miraba, y yo a él. Despacio, para no asustarlo,
incorporé mis prismáticos para disfrutar de un primer plano. Por qué me miras,
dijo con curiosidad. No me lo podía creer, el animal estaba hablándome. Al rato
estábamos charlando como si fuera lo más normal. Hablamos del tiempo, de los
lugares por los que había viajado, de la montaña cantábrica, y me indicó muy
amablemente por dónde caminar para ver a todos los pájaros que estábamos
buscando. Todos salvo uno.