El Solitario del Desierto
Reconozco que me costó iniciarme: una profusa descripción del desierto que no sabía dónde me iba a conducir. Pero más pronto que tarde captó mi atención. A partir de ahí caí sumergido en una deliciosa radiografía de un mundo aparentemente vacuo, inerte, sudoroso, incompatible con la vida. Edward Abbey, con un estilo literario muy sugerente, tiene la capacidad de atraparte, y te consume hasta un irremediable final al que no deseas llegar. Acabas amando al desierto y a todas sus gentes, el insignificante artrópodo, la sórdida planta que vive en lo imposible y la turmalina caída desde la colina de Salt Creek. Deseas verlo, estar allí, bañarte en el Gran Cañón, escalar al Tukuhnikivats, cabalgar por Sleepy Hollow o fundirte con el paisaje en el mirador del Laberinto.
Literatura elegante que te transporta a los viajes de los naturalistas de dos siglos atrás, llenos de belleza, audacia y acaso ingenuidad, con una carga de aventura que se remata con una aguda y acertada crítica a la modernidad de la época. Muchos de los lienzos dibujados con la elegancia de las letras hoy ya no existen, sepultados por grandes presas, diseccionados por autovías o sustituidos por irreversible cemento.
La crítica mordaz, la ironía y el afilado humor de Abbey hacen del “Solitario del Desierto” un atractivo tratado del inmenso secarral americano, con proféticos pensamientos que cincuenta años después han acabado por cumplirse. Ya podía haberse equivocado.